De Hasél a la democracia 'ejemplar': ¿por qué fallan los rankings internacionales?

Existe una gran discrepancia entre lo que observan los rankings sobre la democracia española y lo que denuncian diferentes sectores tanto fuera como dentro del país.

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España es una “democracia limitada”, criticaba en enero el entonces vicepresidente del gobierno Pablo Iglesias. A pesar del revuelo y la desaprobación que ha provocado la afirmación en buena parte de la clase política española, las palabras de Iglesias se suman a la posición de diversos organismos y asociaciones internacionales –y hasta países como Rusia, recientemente – que han puesto en tela de juicio la calidad de la democracia en el Estado español. En los últimos años, la controvertida ley mordaza ha sancionado o enviado a prisión a artistas críticos con las instituciones del Estado, se ha perseguido a aquellos que denuncian o permiten un debate parlamentario sobre la unidad del Estado o la monarquía, mientras que la sentencia de los tribunales españoles a los políticos catalanes ha causado estupefacción internacional así como un recorrido jurídico muy corto y de distinto final en Bélgica y en Alemania… España ha acumulado miradas desde todos los flancos: sentencias del Tribunal de Justícia de la Unión Europea, denuncias de ONG como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, asociaciones de abogados o del mismo Relator Especial de las Naciones Unidas sobre cuestiones de las minorías.

Pese a ello, las instituciones españolas gozan de buena reputación en los rankings internacionales de democracia. El gobierno y los grandes partidos del Estado hacen gala de ello, manifestando así que España es una democracia ‘plena’ y ‘consolidada’. Si bien es cierto que la puntuación de España ha descendido en la mayoría de los índices en los últimos años, dicho descenso ha sido muy leve a tenor de los resultados que se han publicado en 2021. España mantiene el estatus de “democracia plena” (‘full democracy’) en el ranking del The Economist, donde ocupa el puesto 22 del mundo. Freedom House sitúa a España como un país libre (‘Free’), ocupando el puesto 34. Y por último, en el ranking Varietes of Democracy (V-Dem) España ocupa el treceavo lugar. En los tres rankings mencionados España está por encima de países como Francia o Estados Unidos.

Parece que existe una gran discrepancia entre lo que observan los rankings y lo que denuncian diferentes sectores tanto fuera como dentro del país. Los rankings suelen percibirse como indicadores objetivos de la realidad, pero, ¿es posible que fallen los rankings?

No hace falta ir muy lejos en el tiempo para encontrarnos casos muy evidentes de fracaso de los rankings internacionales: las agencias de calificación crediticia fallaron estrepitosamente a la hora de calificar episodios financieros importantes como la crisis del sudeste asiático del 97, la crisis financiera de 2008 o la crisis de la zona euro. A menudo existe una brecha importante entre lo que pretenden medir los rankings internacionales (como la calidad crediticia o la calidad de la democracia) y lo que oculta realmente el objeto en cuestión. Los objetos del mundo social no son fáciles de medir y esconden algunas facetas que pueden escaparse de la evaluación de los rankings.

Pensemos por ejemplo el caso de Rusia. A principios de este siglo, su apariencia formal se acercaba a la de una democracia: elecciones regulares, derecho de voto, competición para elegir un jefe de Estado y un jefe de gobierno, etc. Pero más allá de las apariencias, el estado ruso ocultaba mecanismos informales, prácticas profundamente antidemocráticas, que se escapaban de los instrumentos de medición de los rankings internacionales (para un ejemplo de los mecanismos informales, ver Estrin y Prevezer). Lo informal cuesta de medir y puede estar corroyendo la fachada formal de sistemas aparentemente democráticos sin que nos demos cuenta, igual que las agencias de calificación crediticia tampoco se dieron cuenta de determinadas prácticas en el sector financiero.

Tampoco podemos pensar que los Estados se esperan de brazos cruzados esperando que una agencia de calificación les tome las medidas. Los Estados actúan proactivamente, se adaptan, presionan e intentan influir: lo que Cooley y Snyder han llamado la “diplomacia de los ratings” en un muy recomendable artículo en la revista Foreign Affairs. Y es que los rankings internacionales, en lugar de cumplir su intención original de incentivar la rendición de cuentas de los gobiernos, acaban convirtiéndose en objeto de artimañas y lobbismo de los mismos Estados, “entusiasmados para mejorar su reputación sin llevar a cabo reformas reales”, como afirman los autores. Un ejemplo claro de lo primero es el caso de Georgia, que subió ni más ni menos que 75 posiciones en tan sólo un año en el ranking del Ease Doing Business del Banco Mundial. Apuntan Cooley y Snyder que los cambios que realizó el gobierno georgiano fueron sólo de fachada con el objetivo de mejorar en los índices del ranking, pero sin cambios estructurales que realmente mejoraran la competitividad del país.

Aparte de ‘trilear’ los índices internacionales, los Estados tienen otro instrumento mucho más poderoso en su “diplomacia de los ratings”. Se trata de practicar lobby directamente sobre los organismos que elaboran los rankings con el objetivo de obtener una mejor puntuación. Ocurre con frecuencia que delegaciones diplomáticas de los Estados visitan las sedes donde se elaboran los rankings. Cooley y Snyder apuntan los ejemplos de Heritage Foundation, Freedom House o el propio Ease Doing Business del Banco Mundial. Puntuar a la baja según qué Estado supone a menudo meterse en un problema.

Un servidor advirtió de hasta tres errores en la puntuación de España en el ranking del The Economist de 2020. La Intelligence Democracy Unit, creadora del índice, rehuyó en varias ocasiones dar explicaciones sobre dichos errores. El índice V-Dem sufrió una variación muy importante en la puntuación de España entre las versiones 9 y 10 de su base de datos. Mientras en la versión 9 publicada en 2019 apuntaba un claro retroceso democrático en España hasta niveles preconstitucionales, en la versión 10 dicho descenso había prácticamente desaparecido. Bien es cierto que suelen haber cambios en las valoraciones de países entre versiones de una misma base de datos, normalmente debido a la aparición de información que no se conocía anteriormente. Pero dichos cambios son comunes en países en vías de desarrollo, donde hay menos acceso a la información, pero muy poco habitual en países desarrollados como España.

No sería nada descabellado pensar, por tanto, que España haya jugado a la diplomacia de los ratings en los últimos años. “Trabajar nuestra reputación” ha sido el principal propósito de España Global, organismo creado en 2018 en torno a la idea de que España era un país ejemplar y que sus malas valoraciones eran una cuestión de percepción exterior, no de reforma interna. Recientemente, el presidente del gobierno español Pedro Sánchez declaraba que el encarcelamiento de Pablo Hasél era un problema para la imagen de España. Obsesionarse por la reputación, las apariencias, sin llevar a cabo reformas reales es el principal motivo de por qué fallan los rankings internacionales.

Jordi Mas Elias
Jordi Mas Elias
Professor of International Politics

My research interests include political economy, international politics, regionalism, and methodology in social sciences.

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